Hace ya un tiempo, mientras estábamos en una junta, mi compañero de al lado no paraba de enviar mensajes por su teléfono. Claro, de forma discreta, porque si el jefe se enteraba ya no sería el empleado del mes ni del año ni el preferido de nadie. Yo desconcertada no dejaba de ver a sus dedos moverse, quise tener esa destreza al escribir en el teclado de mi computadora. Una hora estuvimos sentados ahí y durante una hora él no dejó de escribir: “¡Hace calor!”, le escribió a alguien; “¡Mi amiga ya tiene novio!”, le respondieron. Él se dio cuenta que lo veía y parecía poner más a la vista su teléfono. Al salir, con un aire de grandeza se acercó a mí y me dijo: “¡Es difícil estar al tanto de todo!”. Como yo no dije nada, en realidad no me interesaba mucho, él insistió. “Es que tengo 838 amigos en Facebook y como hoy es mi cumpleaños”, dijo como si hubiese descubierto el hilo negro. Aunque después agregó: “En la pizarra vi que también es el tuyo. ¡Los dos somos Libra!”. Yo volví a guardar silencio, no me importaba qué signo era. Ni siquiera me importa el mío, ¿habría de importarme el de él?
A la hora de la comida, los amigos nos reunimos. No pasábamos de cinco, pero ahí estábamos. Me habían comprado un pequeñísimo pastel, al cual sólo podríamos darle una mordida cada uno y nada más. Cuando volteé vi al compañero de los 838 amigos, comiendo solo una fría sopa en una mesa distante. Aunque todavía no paraba de escribir, imagino que decía a sus 838 amigos que ese día llevaba puesto un impecable traje azul, que hacía un viento que no paraba de mover los árboles, que afuera el ruido del tráfico era insoportable y que en ese momento comía una extraña sopa, que parecía ser de letras. Mientras yo, con mis contados cinco amigos, podía escuchar el sonido provocado por sus risas, podía ver la luz de sus ojos al recordar la manera en que nos conocimos y de vez en vez, podía sentir el calor de sus brazos al apretujarme contra sus cuerpos.