Bienvenida

Este blog no está dedicado a un tema en específico. Ni tiene como concepto principal el informales sobre hechos en particular. La idea es crear un espacio donde ustedes y yo hablemos un poco de todo. Quizá algún día intercambiemos ideas sobre cine o de literatura o de política o de televisión o de ecología o de hechos cotidianos. Lo importante es que se pueda hablar de todo lo que nos preocupa o interesa, no sólo en este México que parece caerse a pedazos sino en todo el mundo.

Aunque claro, habrá que tomar en cuenta que no podemos caer en vulgaridades, pues creo que muchos de nosotros estamos capacitados para evitar ese tipo de cosas y podemos demostrar que no llegamos tarde a la repartición de cerebros.

jueves, 2 de diciembre de 2010

De los recuerdos



I

Hoy estaba pensando  en esas viejas caricaturas que nos hicieron crecer y  que nos marcaron a lo largo de los años.  No sé si a ustedes los influyeron tanto como a mí, pero gracias a ellas decidí qué camino tomar en la vida.  La primera que me impactó fue Remi (Tokio Movie Shinsha, 1977) que no me perdía cada tarde. En esos años pensaba: ¿por qué no hay niños como Remi a mi lado? ¡Yo sería más feliz con un amigo así! Pues en ocasiones, al estar contemplando la serie volteaba por los gritos que mis primos tenían y ya veía a uno trepado en el sillón queriendo volar como Superman  y otro riendo a carcajadas mientras le quitaba la paleta a su hermana. Aunque ahora que lo pienso, quizá en esos años era un poco masoquista: cómo era posible que cada tarde me sentara a  ver a Remi y soportara los innumerables descalabros por los que pasaba. ¡Ese niño nunca paraba de padecer! Aunque al final de cuentas eran las historias de éxito de la época.
    Después vino Sandy Belle (Toei Animation, 1981), quien me hizo pensar que el periodismo era una buena opción para mí. Pero cuando vi  que se trataba de escribir, buscar la noticia y batallar con los divos (hacedores de noticias o creadores de las mismas), dije: “Eso no es para mí”. Luego llegó  La Familia Robinson (Nippon Animation, 1981), yo también quería estar en una  isla alejada de todos y, para ser sincera, cómo se me atojaba la “fruta de pan” que tanto comían. Siguieron Belle y Sebastian (Toho Company, 1981), ya menos lacrimógena, pero que me entretenía tremendamente  al vivir las peripecias de Bell, Puchis (así, a la mexicana) y el pequeño Sebastian.
                Pero una de mis preferidas era Las aventuras de Tom Sawyer (Nippon Animation, 1980).  Me dio gusto cuando la encontré en una reconocida tienda de discos  (pues cuando la compré, hace más de 8 años, mi pirata aseguraba que era clon de la original y sorpresa: había episodios en inglés, otros en francés y el colmo fueron los de español de España… y no tenía ninguna opción de subtítulos). 
                Algunas  otras fueron Calabozos y Dragones (Toei Animation, 1983?) y Thundercats (1985). La mayoría de estas series jugaban con el imaginario del niño y nos hacían querer estar en esas tierras lejanas, tener poderes, disfrutar de deliciosos platillos o simplemente, vivir vidas diversas.
                Esos relatos, universales y capaces de encajar en la mayoría de las culturas y los contextos, manejaban con gran precisión las emociones y valores de los personajes, lo que los hacían atractivos para el televidente.
                No sé ustedes, pero yo extraño mucho esas series y creo que las animaciones de ahora carecen de ese hilo conductor que los “grandes culebrones”, como les llaman en algunos países,  tenían y hacían que cada tarde pasáramos un par de horas frente al televisor.

II

Ahora que hablamos de los recuerdos y la televisión mexicana, también viene a mi memoria un personaje que tuvo lo suyo hace algunos años. ¿Recuerdan a Gastón Santos? Para quienes  hayan contestado que no, les diré que Gastón  fue un actor (aunque en realidad era rejoneador nacido en San Luis Potosí): güerito, simpático,  y que se veía  bastante bien montando a caballo. Él incursionó en el cine y filmó algunas películas. Las que más recuerdo:     Una bala es mi testigo (1960), El grito de la muerte (1959), El pantano de las ánimas (1957) y La flecha envenenada (1957).
Esas películas también formaron parte de mi niñez, decir que eran una maravilla, sería mentir pero por ver a Gastón Santos yo era capaz de cualquier cosa.  Además, sus películas, al igual que las del Santo, el enmascarado de plata, para mí son de culto. Pues Gastón Santos era un héroe que siempre resolvía los intrigados misterios a los que se enfrentaba. Y desde luego que salvaba a la damisela en peligro y se quedaba con ella… para eso era el héroe. Aunque a diferencia del enmascarado de Plata, el güerito rejoneador, no se enfrentaba a mujeres vampiros ni hombres lobos ni seres extraterrestres ni a ningún ente que trastocaba la tranquilidad de la humanidad. No, él sólo tenía que lidiar con muertos, aparecidos y un misterio creado por algún malandrín humano que al final recibía su merecido. 
Y ya que hablamos de cine. ¿Llegaron a ver las películas de Manolín y Chilinsky? Éstos eran dos personajes dedicados a la comedia  y que hicieron de las suyas durante algunos años en las pantallas mexicanas. Manolín, interpretado por  Manuel Palacios, era el simplón, inocente y en ocasiones medio atarantado que metía en problemas a su acompañante.  Vestía de traje, con un chistoso sombrero y usaba bigote a la Chaplin. Chilinsky, Estanislao Shillinsky,  parecía  ser el inteligente, el culto, el refinado hombre de traje impecable, bigote discreto y que a veces no soportaba a su compañero. Algunas de sus cintas son:  Vivillo desde chiquillo (1951), Nosotros los rateros (1949) y desde luego la muy conocida Fíjate qué suave (1948). Sus comedias eran entretenidas, sanas y con mucho humor blanco. Nada de lo que ahora muchos creen que es comedia y entretenimiento: albures, doble sentido, albures, doble sentido, albures, doble sentido…  y más albures.
III
Arriba les hablé de mi antiguo pirata (sí, la piratería es un delito, pero la economía, al menos la mía, no está para andar despilfarrando el dinero). Pues bien, creo que todos tenemos un pirata preferido y de confianza  (en la colonia, en la calle, en el trabajo, donde sea), al cual acudimos cuando el dinero no alcanza para ir al cine o cuando en la televisión no hay nada interesante que ver (cosa rara en la televisión abierta). Hace ya algunos años tenía un pirata al cual llamaremos Paquito (no vaya a ser que lea esto)  y siempre que  lo veía me decía: “Hola, amiguita. Mira tengo de las películas que te gustan”. Y me enseñaba los churros más garrafales que se exhibían en las salas cinematográficas y por los cuales no pagaría un peso. “No, Paquito, a mí no me gustan de esas”, le hacía  saber, aunque no sé para qué pues nunca recordaba qué tipo de películas compraba yo.  Cada vez que adquiría una película, la sacaba de su estuche y me la mostraba: “Mira amiguita, está bien grabada”. Él la veía con detenimiento, como si tuviera rayos X y pudiera notar que efectivamente el proceso de copiado era eficiente en cada una de las capas que tenía el disco. Luego me decía: “Y está en español de Barcelona”. Yo, por respeto, nunca dije nada, y sólo pensaba  las diferencias entre el español de Barcelona  o el de Madrid, aunque él sólo se refería a que, simplemente,  la película estaba en español.  
                Aunque el colmo fue cuando un día me hizo saber que una de las películas más taquilleras de ese fin de semana estaba buenísima.  Me la ofreció. Le pregunté: “Entonces, ¿ya la viste, Paquito?”.  Su respuesta: “¡Sí, fui el fin de semana al cine… Ya ves que luego las piratas no se ven bien!”. Paquito era todo un caso, pero por obvias razones tuve que cambiarlo  por otro pirata que siempre tenía las películas de arte que yo le pedía. Paquito afirmaba: “No, amiguita, esas películas están bien difíciles  de conseguir… ¡No te gusta algo más normalito!”.

IV


Dirán que soy chapada a la antigua, pero hace unos días escuché en la casa de un vecino las alegres letras de La negrita cucurumbé. Hacía años que no la escuchaba. Me asomé discretamente por la ventana y vi a una anciana cantando alegre la canción. Yo, a diferencia de mucha gente de mi edad, crecí con los discos de Cri-cri que alguien, quien quizá pretendía salvar un poco mi gusto musical, me regaló.  Y entonces recordé  mi historia musical. ¡Porque todos arrastramos una historia musical! La cual está conformada  por los hermanos, padres, tíos,  amigos y hasta los vecinos (no les ha pasado que cuando menos se dan cuenta ya están tarareando el sonsonete que suena  en la radio y que su vecino siempre pone y canta a todo pulmón). Y esa historia musical tiene etapas, algunas vergonzosas, pero están ahí. La historia musical de cada uno es como los estados de creación de los pintores: tenemos una etapa azul cuando el ser amado nos deja y nos da por escuchar música que habla de desamor, de dolor, de llanto  o cuando ponemos a José José a todo lo que da después de una borrachera; tenemos una etapa amarilla cuando diversos sentimientos se adueñan de nosotros y nos sentimos más plenos, más seguros y con la idea plena de comernos el mundo de un bocado; una etapa roja cuando nos sale el Che Guevara que todos llevamos dentro, y nos da por escuchar toda la música de protesta que nuestros oídos pueden soportar; una etapa negra que hace que el hevy metal retumbe en nuestra habitación; y una etapa rosa donde nos da por escuchar la música más fresa que existe en el ámbito comercial (lo admito, jamás pasé por esa etapa). Aunque lo sano es llegar a un estado donde el blanco domine y ya, después de tantas transiciones y cambios tan abruptos, somos capaces de disfrutar, tranquilamente,  leyendo un buen libro y dejando que el mundo ruede no muy lejos de nosotros, la pasión de Pablo Casals ante el ronco sonar del cello.